No ha habido diferencia alguna de
la edición del año pasado. Los legionarios siguen con un guión que funciona. La
participación es enorme con cerca de 7000 atletas que se concentran en el campo
de fútbol tras el sello del pasaporte que debemos llevar a lo largo de toda la
prueba. Es fundamental para el registro de los 4 puntos de control y para la
recogida de la mochila en Setenil o el acuartelamiento.
El grupo de ilicitanos conocidos comprende los nombres de Angela, Paco
Zaragoza, Fausto, Alberto, Julio y yo. A este grupo se unió Asier, un invitado
que se acercó desde la Navarra
que habla el eusquera y que no sabía dónde se metía pero que acabó eufórico. En
una marcha/carrera de larga distancia y en la que no sabes lo que te va a pasar
es de agradecer la compañía y el ánimo de todos, pero si viene de un amigo se
valora más. Así pues y antes de pasar a mi relato gracias a los que he nombrado
arriba por vuestro apoyo. Recuerdo nombres como los de Ito o Salva Maciá con los que compartí la MIM o el Botamarges respectivamente.
Es en estas pruebas donde se comparten muchos momentos inolvidables por las
sensaciones que van apareciendo a lo largo de tantas horas juntos y son las que
crean unos lazos que perduran en el tiempo. Mi experiencia en el Ultrafondo es
corta y, por ello, al no ser una prueba más, queda el recuerdo más afianzado.
Desde que me inscribí he ido labrando en mis neuronas dos virtudes
propias de mi amigo Paco Navarro: prudencia y paciencia. Ambas aumentan de
valor si además resulta que mi preparación previa no ha sido todo lo deseable por
lesiones y otros problemas.
La infraestructura de esta carrera de fondo es muy buena. No te vas a
perder ni te va a faltar comida o bebida. Los legionarios poseen todo lo
necesario para que el resultado para el participante sea más que satisfactorio.
Sin embargo, en esta edición al ir en el furgón de cola he notado sólo en los
primeros avituallamientos algunos atascos a la hora de llenar los camel o las
botellas. El militar de turno se pone a veces en plan borde y te tira a patadas
cuando sólo has cogido un vaso de isotónico. De repetir nada.
Calor, mucho calor para seguir avanzando a horas en las que el sol cae
con justicia. Los campos y encinas son preciosos y el verde producto de las
últimas lluvias te distrae. La gorra, las cremas solares y las gafas
protectoras se hacen imprescindibles. Son momentos en los que no sabes si andar
o trotar pero poco a poco las dudas se disipan y con lo primero es más que
suficiente. Otra vez más prudencia y paciencia.
Con la entrada en la zona militar destinada a campo de tiro y pista de
carreras vemos a los primeros que no dejan de correr. Envidia sana. Estos si
han preparado bien la lección. Mi ritmo pausado me ha permitido hacer bien las
digestiones y no he pasado los ardores de la pasada edición. Estaba loco, digo
yo. Engullir el sándwich sin parar es una locura.
El grupete de ilicitanos formado Angela,
Paco, Julio, el adjunto Asier y el que escribe va más o menos compacto
compartiendo todo lo que vamos sintiendo. Así pues lees lo que el cuerpo te
dice y no piensas en finalizar pues la meta está muy lejos aún. Cerca de
Setenil (km 58) me quedo sólo pues los pies ya empiezan a calentarse y bajo el
ritmo. Por delante algún corredor se desploma y me paro a atenderlo. Al poco
llega un coche de protección civil y se lo lleva al pueblo más cercano. En
Setenil no me queda más remedio que darme un premio, pues la fatiga mental va
en aumento. Y cómo no, una cerveza es mi recompensa en compañía de mis
inseparables
Empieza o oscurecer, ya es hora de ir poniéndose
el cortavientos y los frontales. Las cuestas se hacen más llevaderas pues
llegando al cuartel hay una bajada durísima donde mi sobrepeso cae en la planta
del pie con más presión. Sigo viendo corredores sentados al borde y me dicen
que ya no se levantan pues están a la espera de algún vehículo que les remolque.
En fin, la odisea empieza a escribirse con mayúsculas. Cada apoyo es un ay de
dolor y quedan unos 30 kms hasta Ronda. Sólo pienso en llegar allí donde me
retiré el año pasado y ver qué pasa. Con pena y poco a poco me reencuentro sentado
en el comedor del acuartelamiento con mis compañeros de fatigas. A la respuesta
de sus preguntas de cómo estoy les digo que jodido. No puedo seguir con estos
dolores, no sé si retirarme una vez más. He cambiado de calcetines, de
plantillas, me he puesto vaselina, cremas refrescantes, sprays anestésicos, me
he tomada un analgésico… pero no, a pesar de todo hay que intentarlo. Hay un
enfermero en el grupo y con el imperdible del dorsal intenta romper las
ampollas que me acompañan. Son profundas y es imposible. Sólo un pequeño
almohadillado y a continuar.
En la subida de la ermita me
acuerdo de todos los santos y a altas horas de la noche me pregunto por enésima
vez ¡qué cojones hago aquí! Julio y Asier me esperan en la cumbre pero el
segundo no puede más y por su desesperación de llevar tantas horas de pie le
conducen a terminar corriendo (es joven, no ha pasado de los cuarenta). Aún
pudiendo haberse marchado y pidiéndole que se fuera que yo ya acabaría, Julio
decide quedarse conmigo. Fue muy penosa la bajada a Montejaque y por ende hasta
la meta. Los corredores que llevábamos detrás nos pasaban en gran número. El
ritmo se hacía cada vez más lento porque el combustible se estaba agotando, el
sueño, los dolores… Amanece en el último control y ya no hay vuelta atrás. A
rastras pero hay que pasar página y llegar. Quedaba la última cuesta, la del
cachondeo como aquí le llaman. Era un espectáculo ver cómo iban de una lado
para otro todos los participantes ya sea por las ampollas o por evitar los
cantos rodados para más inri de que estaba cubierta la infernal y última cuesta
hasta Ronda. Julio, una vez más, me pone sus manos en mi espalda y literalmente
“me empuja” me conduce cual fardo pesado que retrocedía más que avanzaba por la
fuerza de la gravedad. Arriba, un legionario me da ánimos al igual que los
escasos nativos que se levantaban en ese momento. Y así con más pena que gloria
llego a meta en más de 21 horas. El ladrillo de todos los años es ahora una
placa de hierro que reproduce el gorro del legionario. El militar me da la
enhorabuena y me dice que ya soy un cientounero, algo así como un reto más de
la vida, uu hijo, un árbol, un libro… Bien, corroboro las palabras de Angela de
satisfacción y una vez la nave quemada, no vuelvo más. Gracias a todos los que
he nombrado y me han apoyado, al Sombrilla por esperarnos a nuestra llegada a
meta y, en especial, a mi amigo Julio, que sin su inestimable ayuda en los últimos
kilómetros probablemente no habría finalizado. No me olvido de Marga por su paciencia a la hora de comprender un casi sinsentido.